Cada película de Quentin Tarantino es un glorioso muestrario de homenajes y multireferencias a su particular altar de devociones fílmicas. Desde Leone hasta Kurosawa, desde el ‘blaxploitation’ al ‘grindhouse’, el realizador de Tennesse sincretiza en cada filme su arsenal de pulsiones cinematográficas sabiendo crear una obra propia, de autor y genial en muchos de los casos. En Django desencadenado lo ha vuelto a lograr. Y al margen de sus acertadas selecciones musicales, de su ojo clínico para encuadres y planos o de sus impagables diálogos, quizá lo más sustancial de sus películas radique en la creación de personajes icónicos. Es ahí donde el genio tarantinesco muestra una originalidad y creatividad únicas.
Mezcla esa épica gamberra tan propia del director de ‘Kill Bill’ con la típica estructura de una ‘buddy movie’
Terribles villanos, héroes y antihéroes o ‘friquis’ de los más variopinto pueblan sus películas dotándolas de esa particularidad tan reconocible. Por citar algunos, me encantó el ‘cazajudíos’ nazí interpretado por Christoph Waltz en Malditos bastardos (el coronel Hans Landa) o ese recurrente personaje interpretado por Michael Parks, el ranger de texas Earl McGraw, con apariciones en dispares cintas como Kill Bill o Death Proof, además de en otras dirigidas por el amigo de Tarantino, Robert Rodríguez (Abierto hasta el amanecer y Planet Terror). Quizá una de sus más icónicas creaciones, a pesar de su fugaz aparición, fue la de ‘El Señor Lobo’ interpretado por Harvey Keitel en Pulp Fiction.
Django desencadenado no es ajena a este rasgo del cine de su autor. Como tampoco lo es a su obvia querencia por el ‘spaguetti western’, un subgénero que ya contó con un celebérrimo referente en 1966 con la coproducción italoespañola Django, protagonizada por Franco Nero, a quien ahora incluye Tarantino en el reparto de su cinta-homenaje a aquel cine maltratado por sus coetáneos y finalmente resituado en un lugar de privilegio con la perspectiva de los años.
La película mezcla esa épica gamberra tan propia del director de Kill Bill con la típica estructura de una ‘buddy movie’. La pintoresca pareja formada por el Dr. King Schultz (Christoph Waltz) y el esclavo Django (Jamie Foxx) unirán intereses y fuerzas para ganar las suculentas recompensas ofrecidas a cambio de cazar a malhechores mientras se embarcan en el rescate de la mujer de Django, Broomhilda von Schaft (Kerry Washington). Enfrente se las verán con despiadados blancos esclavistas provistos de una crueldad sólo imaginable por la diabólica mente de Tarantino. Primero aparecerá en escena Big Daddy (con la interpretación del rescatado Don Johnson) como líder de una estrafalaria hermandad del Ku Klux Klan (gloriosa la hilarante escena de las capuchas). Y finalmente epatará el sádico terrateniente Calvin Candie interpretado por un genial Leonardo DiCaprio. Su personaje disfruta con las peleas a muerte entre negros a quienes cultiva para tal propósito dentro de su propiedad (Candyland).
Con tales mimbres, junto con la indisimulada estima de Tarantino por el género cinematográfico al que ahora homenajea, el resultado sólo podía ser el de una película redonda en todo su extenso metraje. Y de nuevo ofreciendo su mayor genialidad en esa creación de personajes totémicos tan marca de la casa como su buen gusto para la selección musical de sus filmes. O acaso no resulta genial la autocrítica al pasado esclavista yanqui a través de un alemán desprovisto de prejuicio racial alguno usando para ese papel al mismo actor que, en un filme previo (Malditos bastardos), encarnaba a un feroz coronel nazi consagrado a detectar judíos.