Los sesenta fueron una década ante la que cualquiera que tenga un mínimo de interés por los movimientos juveniles y la eclosión cultural que surgió de éstos, no puede permanecer indiferente. La potencia de esos años en términos de creatividad y legado artístico está fuera de toda duda, pero surgen las discrepancias respecto al poder transformador de la sociedad que supuestamente los acompañó. Las altas expectativas de cambio generadas y la consiguiente frustración al no materializarse y ser canalizadas por el sistema, ha llevado a muchos de los que vivieron en primera línea aquellos años a cuestionar el ideario contracultural. La supuesta desintegración de las estructuras opresoras, su desmantelamiento desde dentro en el que creían ciegamente los activistas del underground, no obtuvo resultados más allá de ciertos cambios cosméticos en los usos sociales, reconoce la autora.
Unos sesenta domésticos de rebeldía financiada por la seguridad social donde había poco más que comunas en las que drogarse, practicar sexo (en ocasiones no tan libre) y tiempo de sobra para perderlo.
Inglaterra veía los toros desde la barrera. Para Diski, los jóvenes británicos que, como ella, pudieron disfrutar del por entonces generoso estado de bienestar para jugar a la revolución, fueron los primeros en poder retrasar su entrada en el mundo adulto. Nada más. No temían ser enviados al infierno de Vietnam y tampoco estaban expuestos a los disturbios que provocaron en Estados Unidos la lucha por los derechos civiles. Ni siquiera tuvieron un catalizador equivalente al cacareado mayo del 68 francés con sus célebres barricadas. Diski relata unos sesenta domésticos de rebeldía financiada por la seguridad social donde había poco más que comunas en las que drogarse, practicar sexo (en ocasiones no tan libre) y tiempo de sobra para perder en las boutiques del swinging London en busca de la ropa más cool.
Quizás la reflexión más interesante y dura de asumir para Diski, aunque no sea novedosa, es la concerniente a cómo el liberalismo salvaje que inauguraron Thatcher y Reagan, la religión de nuestros días tras la enésima vuelta de tuerca del capitalismo, no fue sino una evolución perversa del pensamiento contracultural que ponía el foco en la sacrosanta búsqueda de la libertad individual y la realización personal llevada al extremo. De ahí al consumismo despreocupado tras la búsqueda del componente diferenciador no hay nada. En Los sesenta no hay nostalgia (salvo por la música), rabia o actitud provocadora al explicar la deriva perniciosa que tuvo todo aquello en lo que la autora creía. Solo un poso de serena tristeza al constatar que poco o nada ha cambiado.