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Juan de Pablos, una vida a través de las ondas

Muy pocas veces he conocido una relación tan intensa, cimentada en una suerte de mágica transferencia de sentimientos y emociones, como la que tiene Juan de Pablos con la música.

Juan de Pablos.

Ajeno a los tejemanejes del negocio, recluido en su bendito mundo, nuestro locutor favorito ha cumplido veinticinco años al frente de ‘Flor de Pasión’, un programa donde lo único que importan son las canciones: inquebrantables, eternas, capaces de vencer la arena del tiempo gracias a una belleza que se adhiere a nuestro espíritu. Bajo el disfraz de periodista, en realidad en calidad de miembro anónimo de la especie de logia que formamos sus oyentes, tuve el privilegio de charlar con el maestro en la intimidad de su casa en una tarde de otoño que no será fácil que olvide.

«Yo siempre me fijo en un individuo, no en un grupo de gente que tenga una configuración, una actitud o una fisonomía concreta. Para mí lo que cuentan son las personas»

Un familiar hormigueo recorre todo mi cuerpo. Desde que recuerdo siempre ha sido así cuando los nervios están a punto de traicionarme. Irracionalmente abrumado, con la mirada fija en el portero automático, pese a llevar meses esperando este momento, a última hora dudo en pulsar el número de piso que tengo anotado. “Bueno, ya estoy aquí, no me voy a dar la vuelta ¿no?”, argumento para mis adentros sin demasiada convicción. Finalmente aprieto el botón. Me responde una voz que reconozco al instante mientras experimento lo más parecido a un leve escalofrío. Totalmente descolocado, mascullo mi nombre y, con la mente en blanco, avanzo mecánicamente por el portal para acto seguido, al recobrar la compostura, darme cuenta de que estoy en el salón de la casa de Juan de Pablos. La calidez de su voz, de equívoco timbre juvenil, la fragilidad de su aspecto descuidado y una timidez patológica que se manifiesta en la torpeza de la presentación —de una cortesía pudorosa— y en la atropellada forma en que me conduce por la habitación, me impresionan casi más que el desorden reinante, tan abrumador que parece deliberado, como si fuera un escaparate cuidadosamente montado para alimentar una imagen de desprecio por las apariencias. Un cúmulo de pequeñas e intangibles señales me ponen en alerta para ser sumamente cuidadoso con las palabras y los gestos, por lo que deslizo la grabadora por la mesa de manera casi subrepticia cuando mi anfitrión comienza a reflexionar, en tono estoico, sobre la condena al ostracismo que ha supuesto el horario de una a dos de la madrugada al que ha sido confinado por los programadores de Radio3. “Es un mundo aparte y la audiencia lo ha acusado. He estado cuatro o cinco años seguidos a las doce, pero una hora…, una hora es desequilibrante. Y lo acuso, porque hago los programas casi como si fuera en vacío. Es una soledad muy grande, aunque tenga el contrapunto positivo de la tranquilidad”. Mientras le escucho lamentarse por la sustancial merma de oyentes, no puedo evitar sentirme culpable porque mi pregunta le haya llevado a recordar la pérdida de alguien muy especial, una oyente que siempre estaba ahí. María de Gracia, una chica postrada en la cama a causa de una enfermedad “que viajaba con la música y que ocupaba mucho de mi campo consciente. Era absolutamente incondicional. Me abastecía de música, me tenía en palmitas. Pero su muerte hace unos meses fue una pérdida irreparable”. Tengo que reprimir el impulso de pasarle la mano por el hombro para consolarle pero por fortuna, poco a poco, abandona su ensimismamiento y compruebo aliviado que no es necesario que lo traiga de regreso.


El locutor frente a su audiencia

Juan de Pablos, en un estudio de RNE.

Aún bajo los efectos de la triste historia que me acaba de contar, aprovecha el hilo de la conversación para precisar su concepto de oyente.

“Yo siempre me fijo en un individuo, no en un grupo de gente que tenga una configuración, una actitud o una fisonomía concreta. Para mí lo que cuentan son las personas”. Para ilustrar la idea, en ese momento su mente se traslada a 1980, cuando tenía el programa de cuatro a cinco de la tarde, “un tiempo en el que incluso llegué a sentirme agobiado, sobre todo por los rockers, en plena ebullición con las películas ‘Gran bola de fuego’ y ‘La bamba’. Las llamadas y las cartas con peticiones llegaban en aluvión. Yo atendía a algunas concretas, como las de Julio ‘vocal group’, un chico autista que era absolutamente dependiente del programa.

«Las canciones son como tesoros. Crean imágenes, funcionan como una llave para acceder a las emociones»

Pero por esa misma regla de tres, me veía obligado a contentar a los demás, que no paraban de hacerse dedicatorias entre sí utilizando el programa como una especie de foro. Hubo una época en la que tenía que poner el ‘Blue velvet’ de Bobby Vinton casi a diario y, la verdad, cuando me cambiaron de hora, me sentí liberado”.

Siendo ‘Flor de Pasión’ un programa tan visceral, que depende tanto del estado de ánimo de nuestro protagonista, no me resisto a preguntarle por el momento en el que se encuentra, por saber como se siente. Una cuestión demasiado íntima a la que comienza respondiendo sin personalizar, esquivándose a sí mismo, como buscando un recurso que le ayude a distanciarse. Un esfuerzo baldío, puesto que no puede evitar implicarse mientras un impreciso halo de pesimismo empieza a adueñarse de la estancia. “Hay fluctuaciones. Es lo que tiene esto, que es como una montaña rusa. Se compensan las alzas con las bajas. A veces uno mismo va mentalizado de que las rachas buenas no pueden durar. En fin, que vas siempre con la mosca detrás de la oreja. Me gustaría atemperar esos cambios tan bruscos. Es mi lucha”. Esbozando una sonrisa forzada, como si así pudiera distender la conversación, trato de que ésta se reconduzca a terrenos menos procelosos, intento ventilar anímicamente una habitación en la que la penumbra se va abriendo paso a medida que se oculta el sol sin que a mi interlocutor parezca importarle. “Es evidente que has creado escuela. Tus muletillas, tu forma de hablar… ¿Tienes algún discípulo en las ondas?, alguien que, como tú, conciba la radio como una prolongación de su vida”, disparo por sorpresa interrumpiendo su introspectiva digresión. “Bueno, había un amigo que era como un alter ego y que ahora no hace programas, aunque confío en que vuelva a hacerlos, que se llama Samuel Rodríguez. Estaba en Onda Cero hace unos años y siempre ha sido un seguidor acérrimo. Es un chico que además es ciego y que ha asimilado la radio como nadie”. ¡Otro discapacitado!, pienso para mis adentros mientras una idea retorcida comienza a tomar forma en mi interior haciéndome sentir mezquino. Un pensamiento perverso que me resisto a afrontar y que tiene que ver con imposturas sensibleras y personajes cimentados sobre una pose de ternura fácil. Pero al instante, al reparar en su mirada limpia, en la humanidad que transmite al hablar mesándose de forma nerviosa un cabello en el que las canas hace tiempo que ganaron la partida, se produce un efecto balsámico en mi conciencia. “Es lo que ves, sencillamente un buen tipo”.


De vinilos y otras pasiones

Sobre el disco ‘25 años de Flor de Pasión’: «Para mí, que me hayan sacado el disco ya es un logro. Me había hecho a la idea de que era un empeño baldío. Llevaba trabajando más de un año con la lista de canciones con David, de Siroco, y parecía que todo iba a caer en barbecho porque se hablaba de que no llegaban los permisos»

De repente, el estrepitoso sonido del reloj de pared detiene su ensimismado monólogo, lo que distrae mi atención el tiempo suficiente como para atisbar fugazmente, sobre una repisa mal iluminada, lo que parece ser una galería de retratos familiares, una especie de museo de la nostalgia. Aprovecho el lapso para indagar sobre sus últimos hallazgos musicales. “Bueno, hace poco me asombró una reedición de Françoise Hardy en una caja de cedés que se llama ‘Mensajes personales’, donde por fin encontré una canción de 1969 titulada ‘Je ne sais pas c’est que je veux’ —pronuncia en perfecto francés a la vez que se le ilumina la mirada— con la que estaba obsesionado. Es una adaptación del ‘Tiny goddess’ de Nirvana (el imaginativo y preciosista dúo inglés de los sesenta formado por Alex Syropoulos y Patrick Campbell-Lyons. No confundir con el rítmicamente airado y existencialmente nihilista trío liderado por el difunto Kurt Cobain) con la que me pude hacer gracias a esta fantástica antología, que además tiene fotos inéditas de su colección personal”. Me sirvo del giro fetichista de la conversación para saber por qué ya no va a ferias de discos, por conocer la razón que le ha hecho apartarse del mundillo del coleccionismo. “Ha sido un poco por agotamiento. Uno ya no tiene la energía que tenía de joven. Recuerdo que a finales de los años sesenta y primeros de los setenta iba al Rastro continuamente. Me lo recorría a fondo, iba a lo más tirado, donde tenían los discos desperdigados y prácticamente te los daban todos por cinco duros. Así encontré muchas cosas. Ahora me da pereza. Antes, por ejemplo, iba mucho a La Metralleta, cuando estaba en la Gran Vía, donde la Cadena Ser. Había tantos recovecos, tantas cosas, que acababa rendido y siempre con la desazón de saber que no lo había inspeccionado todo. Debería ser por el año 1987. Por entonces todavía compensaba arriesgarse y además Pepe, ‘el taxista’, me tenía enchufado porque me apartaba discos. Ahora en cambio están muy tasados y es casi imposible encontrar una ganga en ningún sitio”. Pienso con envidia en como serían aquellos ‘tiempos heroicos’ en contraste con el páramo actual en el que se ha convertido Madrid para cualquier adicto al vinilo cuando Juan, en tono animado, me cuenta la razón última de su alejamiento de las tiendas. “Llega un momento en el que acumulas y, bueno, ¡yo es que La Metralleta la tengo en casa! Lo que tendría que hacer es dedicarme a todo ese vinilo que tengo amontonado que, claro, aún no he repasado”. Con un vistazo tan rápido como infructuoso, recorro la instancia en busca de alguna estantería con vinilos apilados cuando, de repente, se acuerda de un tema de Jenny Luna, ‘Chiodo scaccia chiodo’, que tenía medio perdido entre montones de LP’s hasta que reparó en él un buen día, y comienza a exponer con vehemencia su teoría acerca de la fuerza de las canciones. “Son como tesoros. Crean imágenes, funcionan como una llave para acceder a las emociones”.


Recopila, que algo queda

Juan de Pablos, en su medio natural, entre discos.

Hace cinco años Siroco editó un recopilatorio con motivo del 20 aniversario de ‘Flor de Pasión’. Entonces tuve la impresión de que los problemas con los derechos de autor lo mutilaron. No así ahora, ya que pese a tropezar con el mismo escollo, se le ve razonablemente satisfecho con el resultado final de ’25 años de Flor de Pasión’ (Subterfuge). “Para mí, que me hayan sacado el disco ya es un logro. Me había hecho a la idea de que era un empeño baldío. Llevaba trabajando má

Suena el telefonillo. Tras atenderlo con la ligereza de paso propia de los que se sienten íntimamente liberados, regresa apresuradamente para presentar sus disculpas por una cita que intuyo nada imprevista. Una mujer madura de aspecto elegante, a la que supongo su compañera, saluda con distante educación, situándose con discreción en un segundo plano a la espera de que finalice la entrevista. Una vez en la calle, deambulo con paso errático hacia la parada de metro más cercana. Me siento como si hubiese perdido la noción del tiempo y del espacio y, sólo cuando echo mano a los bolsillos de la cazadora, un pequeño objeto magnético me hace volver a la realidad. Con la cinta apretada en la mano como si fuera un talismán, consulto el reloj. Es hora de volver a casa.

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