Envidiables y lúcidos setenta años los de Woody Allen. Anualmente, el menudo director neoyorquino estrena un filme superior a la media de ese año y cada uno suele regalar, al menos, algún inteligente destello. Sus recientes obras, excepto las dos últimas, quizá hayan sido más livianas, menos imperecederas que joyas precedentes. Aun así, casi nunca han sido intrascendentes o vacuas. Pero tanto Melinda y Melinda como Match Point emanan las mejores esencias de un tarro, el de Allen, muy alejado aún de la sequía creativa. Su último trabajo deja entrever algunos de sus temas fetiche, pero, por cómo está rodado, el filme podría haber llevado la rúbrica de un director distinto. La de uno dotado con un pulso para la intriga propio del mejor Hitchcock. No obstante, esta Match Point también deja entrever la mano de alguien habituado a destripar el comportamiento humano y exhibirlo, con toda su crudeza, en una pantalla de cine. Y quizá sea esta huella la más identificativa de Allen, quien ha sorprendido en esta ocasión con una cuida estética y una elaborada composición de la atmósfera. Claro que, al haber filmado antes casi siempre en ambientes neoyorquinos, ya casi era innecesario recrear esa ciudad a la que tanto ha homenajeado.
La historia está impresa del pesimismo habitual de Allen hacia la vida, cuyo sentido es tan inexistente como el control que disponemos sobre ella
Así, la accción de Match Point se desarrolla en Londres y sus protagonistas son dos recién llegados a una adinera familia británica. Uno de ellos, un ex tenista de trayectoria mediocre en el circuito profesional, es un joven irlandés de origen humilde con una firme e irrevocable determinación para alcanzar sus objetivos: ingresar en los círculos sociales más exclusivos y triunfar profesionalmente. Las casualidades de la vida, verdadero asunto de la cinta, le llevarán hasta sus metas sin grandes esfuerzos y con gran celeridad. Como profesor de tenis no tardará en conocer a un rico alumno por vía paterna que, a su vez, le presentará a una hermana casadera sin pretendientes a la vista. La ocasión le viene servida en bandeja y, tras ganarse la confianza de los padres, su matrimonio le posibilitará un meteórico ascenso como ejecutivo de la compañía familiar gracias a su condición de yerno. Pese a venirle todo de cara, sus inapaciguables sentimientos hacia la novia americana de su alumno, y ahora cuñado, harán cambiar las circunstancias. Ella es una bella actriz, también de extracción humilde, que intenta probar suerte en Europa pero, a tenor de los malos resultados de sus ‘castings’, parece no hallarla. La tórrida relación entre ambos será inevitable, pero el devenir de los acontecimientos les arrastrará a ambos a un impredecible final.
La historia está impresa del pesimismo habitual de Allen hacia la vida, cuyo sentido, para él, es tan inexistente como el control que disponemos sobre ella. Cualquier infortunio, el estar en el lugar inadecuado en el momento inadecuado nos la arrebata y reduce a la nada sin previo aviso, sin que nada podamos hacer. El escepticismo de Allen es tal que ni siquiera cree en una justicia por la que recibamos recompensas o castigos merecidos. La arbitraria fortuna es, para Allen, el único juez decisorio sobre nuestro destino. Y así como en un partido de tenis una pelota puede dar o no la victoria si, tras golpear la red, cae de un lado u otro de la pista, la vida nos sonríe o condena con igual desalentador azar. La infidelidad, la ambición o la intriga están también presentes en esta Match Point. Sin embargo, en los punzantes diálogos, no ha habido resquicio alguno para el corrosivo humor de Allen. No hay, como en otras ocasiones, elementos que den tregua al drama de fondo.
Una arrebatadora Scarlett Johansson se come la cámara con su certera interpretación de una dura, sensual y descreída joven actriz, mientras que Jonathan Rhys Meyers, protagonista del filme, se luce en su papel del cerebral, desesperado y ambicioso ex tenista. Su aviesa mirada le confiere los rasgos esenciales de su personaje: inteligencia e implacable frialdad. Del resto de elementos sobresale una acertada fotografía que evoca a la perfección los selectos ambientes británicos por los que discurre la historia.
Allen, poco dado a valorar sus obras, dice que ésta es una de sus mejores películas. Razones no le faltan para pensarlo.
