Siempre he pensado que la obra de Houllebecq tiene algo de juego fraudulento. Ahora bien, si esta supuesta estafa sistemática formara parte de un ejercicio de estilo redimido por su inteligente intención ulterior, los juicios de valor podrían yerran el tiro perdiendo de vista el objeto de sus críticas, persiguiendo sombras lastrados por una mirada convencional. Por eso no es la primera vez que insinúo (aunque reconozco que sin demasiada convicción) que al francés no hay que valorarlo empleando los mismos parámetros que nos servirían para un novelista al uso, pues sus textos tienen más elementos en común con los ensayos sociológicos —aunque se nos muestren encubiertos— que con obras narrativas propiamente dichas. Un error de perspectiva en el que resulta fácil incurrir, sobre todo si el propio autor se encarga de alimentar el equívoco utilizando (y en mi opinión desvirtuando) el formato propio de una novela sin que esto sea obstáculo para que le concedan el prestigioso premio Goncourt, como así ha sido por «El mapa y el territorio».
Lo curioso, es que su quinta entrega editorial, no sólo ha reafirmado a sus críticos, sino que además ha hecho titubear a sus seguidores. ¿Acaso el enfant terrible de la literatura francesa ha pagado el correspondiente peaje en el camino hacia el «mainstream» dejando de lado su proverbial cinismo e hiriente mala uva, su carácter egocéntrico, altanero y provocador?, ¿es que nuestro hombre realmente ha intentado escribir una genuina historia con trama, nudo y desenlace buscando dotar a sus personajes de una mayor profundidad psicológica pero ha terminado por desnudarse como el mediocre narrador que en realidad dicen que es? Más bien parece que Houllebecq ha madurado su devastadora disección de la sociedad contemporánea bajando el tono provocativo, refinando su inherente nihilismo y camuflándolo en una trama urdida de forma aparentemente ortodoxa desde la que poder descolocar al lector a placer. Para empezar, el protagonista principal (Jed Martin) es un tipo tan absolutamente grisáceo y antiempático, que el desmesurado reconocimiento que obtienen sus lienzos y fotografías, así como el breve pero intenso interés que despierta en una brillante galerista, sólo se explican desde la perspectiva de las caprichosas reglas del mercado del arte y los inescrutables designios del amor cuando éste se viste de capricho protector.
Perturbadoramente interesante, más por el contenido que por el continente
No hay chispazos de ingenio lacerante, sólo descripciones asépticas en las que el autor de «Las partículas elementales» inserta sin contemplaciones (le han llovido críticas acusándole de plagiar textos de la Wikipedia) detalladas descripciones técnicas, sesudos apuntes biológicos y mini tesinas filosófico-históricas que, más que obedecer a un exhibicionismo como pensador, parecen buscar una desconsiderada desestructuración del texto, por no decir que tomarnos el pelo. Aún así, no quiero desalentarles de la lectura de un libro que encuentro, como todo lo que escribe este hombre, perturbadoramente interesante, más por el contenido que por el continente, pese a que ahora haya tratado de presentarlo de forma más atractiva. El propio título del libro, que viene a cuento de una serie de fotografías en las que el peculiar talento de Martin se canaliza inmortalizando la producción cartográfica completa de la campiña francesa que comercializa la empresa Michelín, todo desde una óptica descontextualizadora (y aquí me sumo a la tontería generalizada que encuentra la coartada intelectual perfecta en esta palabra), dice bien a las claras que «El mapa es más importante que el territorio», es decir, que la forma importa más que el fondo. Si vamos un poco más allá pervirtiendo este razonamiento, que el mundo se rige de manera absurda y arbitraria por lo que la pobreza mental tiene premio en nuestra sociedad.
Para ahondar en el desconcierto creado con este viraje en su modus operandi habitual, Houllebecq decide incluirse como personaje central de la novela, distanciándose de sí mismo para dibujar un autorretrato tan feroz que hace inútil cualquier intento de competencia por parte de sus numerosos enemigos literarios. Exagerando sus rarezas en una autoparodia extrema, se otorga el rol de confesor del artista, de extraño gurú existencial adelantado a su tiempo en un lujoso retiro «new age» de una mansión situada un pequeño y tranquilo pueblecito. Un vaticinio gentileza del autor que prevé como práctica común entre las clases privilegiadas en un futuro inmediato. Sin desvelar el final del libro, diremos que Houllebecq, que para cualquiera que se tome la molestia de leer sus textos es un suicida en potencia, se quita de en medio apoyándose en un giro policíaco que no sabría decir si es chapucero o burlesco. Su mejor novela, dicen unos. Lo peor que ha escrito, dicen otros. Pensándolo bien, en esta controversia está la respuesta a si Houllebeq ha sido o no fiel a sí mismo.