Houellebecq lleva años repitiendo el mismo discurso fatalista sobre la humanidad, profundizando, con una obstinación que crece en proporción a sus detractores, en su desesperanzada visión del mundo, en la profunda soledad del hombre moderno. En ‘La posibilidad de una isla’ el polémico autor francés da una nueva vuelta de tuerca a sus obsesiones sobre el egoísmo que sirve de combustible para la sociedad occidental, donde el consumo y la juventud son la medida de todas las cosas, los herederos del mayo del 68 son víctimas de su propia inanidad ideológica y confuso relativismo, el sexo es enfocado de manera tan mercantil como darwinista y las religiones, especialmente el Islam, son un prescindible obstáculo para la libertad individual.
Houellebecq, un tipejo antipático, contradictorio e incómodo que se regodea aireando la obscenidad moral, la crueldad física, la omnipresente pornografía o el racismo xenófobo
Por eso resulta contraproducente enjuiciar a Houellebecq, más preocupado por desarrollar estas tesis que de dotar a sus ficciones de una estructura narrativa sólida, como a un novelista al uso, sino que lo aconsejable es abordarle como si de un sociólogo apocalíptico con veleidades filosóficas y proféticas se tratara. La historia, con sus carencias argumentales, mantiene el interés por medio de la yuxtaposición de las memorias de Daniel 1, un humorista de éxito de principios del siglo XXI y trasunto literario del propio autor cuyo desapego existencial, cáustica mordacidad y lenguaje lacerante le convierten en un despiadado analista de sus contemporáneos, y los repasos que de ésta narración hacen un par de milenios después sus clones, dos reproducciones genéticas exactas que responden a los nombres de Daniel 24 y 25. “El único contenido residual de la izquierda —nos cuenta el Daniel original en su relato autobiográfico— de esos años era el antirracismo o, más exactamente, el racismo antiblanco”.
Una delirante ironía que parecen haber heredado sus réplicas futuristas cuando por ejemplo, al respecto del ecologismo, definido por el último de los clones como “un movimiento inspirado en una ideología de un extraño masoquismo”, éste prosigue diciendo que “algunos seguidores de esos movimientos parecía sentir mas congoja ante al anuncio de la desaparición de una especie de invertebrados que ante el de una hambruna que diezmara la población”, contradicción que el sujeto clonado explica razonando que “en esas ideologías terminales sólo vemos uno de los indicios del deseo de la humanidad de volverse contra sí misma, de poner fin a una existencia que adivinaba inadecuada”. He aquí dos muestras de cómo se las gasta Houellebecq, un tipejo antipático, contradictorio e incómodo que se regodea aireando la obscenidad moral, la crueldad física, la omnipresente pornografía o el racismo xenófobo —lo que le ha granjeado el odio de muchos— que parece disfrutar provocando verdadero malestar en sus lectores, aunque les compense con creces con su envenenada inteligencia.