Ya lo decía Oskar Schindler en la película de Spielberg sobre el Holocausto: la guerra era la clave, el matiz diferencial preciso para alcanzar el esquivo éxito en su carrera empresarial. Yuri Orlov, el personaje de Nicolas Cage en El señor de la guerra, no podría estar más de acuerdo. En esta interesante cinta, casi un oasis entre la medianía cinematográfica propia del verano, Orlov se convierte en el gurú-guía del espectador en un crudo y ágil viaje por el aterrador mundo del tráfico de armas. Antes incluso de que los ingeniosos títulos de crédito comiencen, Orlov advierte de que, durante su relato, siempre dirá la verdad. Y resulta escalofriante que así lo sea, tras asistir a este fresco sobre los tejemanejes que traficantes y muchos gobiernos occidentales, valiéndose a veces de aquéllos, urden para vender armas a salvajes contendientes de guerras africanas y de Oriente Medio, principales sostenedores de este lucrativo negocio.
No asume un punto de vista excesivamente dramático ni de ajusticiamiento del ‘malo’ a manos de unos ‘buenos’ difícilmente identificables
Con un tono de lo más didáctico, Orlov detalla orgulloso su diversos logros hasta convertirse en el traficante número uno del orbe armamentístico. La cinta decide no asumir un punto de vista excesivamente dramático, ni de ajusticiamiento del malo a manos de los ¿buenos? (difícilmente identificables en esta cinta, la verdad, aunque el personaje de Ethan Hawke, un policía de aduanas, trate de asumir ese rol). Desde sus humildes orígenes en el restaurante de sus padres, pasando por su iniciación en el negocio, Orlov explica cómo funciona esta profesión para la que se le ve tan capacitado. Cómo sortear los controles fronterizos, cómo sobornar a militares para conseguir armas a bajo precio o cómo tratar con sanguinarios dictadores de países africanos o líderes de grupos terroristas. Los conflictos africanos y entre países orientales impiden que la demanda de armas afloje y, para alguien como Yuri, de ascendencia ucraniana, el colapso de la Unión Soviética le facilitó la adquisición masiva del arma más rentable y demandada en toda guerra: el Kalashnikov (AK-47).
Cuando su patrimonio tuvo suficiente holgura, Yuri logró conquistar a la chica de sus sueños, la bella modelo Ava Fontaine (Bridget Moynahan). Se casó con ella y formó una familia a la que regaló una vida repleta de riquezas, pero no se apartó de lo que mejor se le daba: la venta de armas. Ésta le seguía granjeando más dinero y amigos cada vez más poderosos, y ningún escrúpulo moral le asaltaba para abandonar su rentable profesión: como él dice, se le da bien y, si no es él quien cierra los tratos, otros lo harán por él. Con este cínico argumento él su justifica, aunque no le falta razón cuando explica que, por encima de los traficantes como él, están las naciones occidentales más poderosas como primeras interesadas en que el negocio no decaiga.
Inteligente, original y necesariamente descarnada, el reparto de la cinta lo encabeza un Nicolas Cage metido a la perfección en la piel de su personaje. Probablemente, y despistados por la absurda elección del cartel promocional español, muchos espectadores hayan pasado de largo al creer estar ante una cinta de tiros y acción trepidante. Nada más lejos de la realidad. Lo más lastimoso es que, dada la menuda taquilla que cosechara en su momento la cinta en EE.UU., a Andrew Niccol (autor del notable guión de El show de Truman) probablemente tardemos aún en verle al frente de otro filme.
Otras opiniones…
José C., de Cine: «El señor de la guerra es una perspectiva endemoniada, atrevida, por eso los examinadores escrupulosos que sólo van al cine a sumar factores no encontrarán coartadas para justificar lo interesante que es. No les hagan caso y vayan a verla. La solución casi está a la altura de ese planteamiento endemoniado».