Cada vino proviene de una cosecha que condiciona su posterior fecha de maduración, su futuro punto álgido. Este hecho es usado como metáfora sobre la propia vida por Alexander Payne en su brillante comedia Sideways. Y pareciera, a juzgar por el talento desprendido por sus últimas películas (a ésta le precedió la no menos sabia A propósito de Schmidt), que el director de Nebraska ha alcanzado también una lucidez creativa muy de agradecer por quienes disfrutamos con historias cinematográficas pegadas a lo cotidiano. Quizá no sea casual, por ello, que la botella de vino más selecta del protagonista, un apasionado y entendido catador, sea de la cosecha del 61 —año de nacimiento de Payne— y esté ahora en el momento idóneo para su descorche.
Esta extraña pareja se embarca en un viaje, de inopinadas consecuencias para ambos, por la región vitivinícola del sur de California
Al contrario que Miles, el protagonista, quien atraviesa una doble crisis personal. Este cuarentón profesor de instituto intenta enderezar su taciturna existencia con la publicación de su última novela, de alabada calidad literaria pero poco adscrita a los cánones comerciales. Dos años después de su divorcio, él se ve como un fracasado y pretende enmendar esa nociva percepción consiguiendo ser un “autor publicado”. Porque, como él mismo dice con hiriente sarcasmo, “Hemingway, Sexton, Woolf…” se suicidaron tras haber publicado algo y él, dada esa carencia, se ve “insignificante” hasta para quitarse de en medio, tanto como “una huella dactilar en la ventana de un rascacielos”, como “una mancha de excremento impregnado en un pañuelo arrastrado a alta mar junto con un millón de toneladas de aguas residuales”. El contrapunto cómico a estas sombrías divagaciones de Miles siempre lo termina poniendo su amigo Jack, un actor de medio pelo que vive de las rentas granjeadas por una famosa y ya antigua serie televisiva. Así, en repuesta a este mordaz soliloquio autoflagelante, el primario Jack no tienen mejor consuelo que espetarle: “¿Qué me dices del que escribió La conjura de los necios? Ése se suicidó antes de publicar nada y ¡mira qué famoso es ahora!”
Como divertido prólogo a la boda del inmaduro Jack, esta extraña pareja se embarca en un viaje, de inopinadas consecuencias para ambos, por la región vitivinícola del sur de California. El atormentado Miles pretende regalarle unos días de asueto preenlace a su viejo amigo Jack, con quien le une una estrecha relación a pesar de sus caracteres difícilmente conciliables Catas de vino, selectas cenas por los restaurantes de la zona y matutinas jornadas de golf configuran el relajado plan de Miles, mientras que Jack apuesta por un último aullido de lobo crepuscular antes de pasar por la vicaría. Arrastrado por su encelado compañero, Miles se dará de bruces con sus rémoras azotado por las vicisitudes que ambos atravesarán. Se le abrirán expectativas de volverse a enamorar, aunque éstas también le regurgitarán sus miedos y la aún larga sombra de su ex. Ante tantas e intensas vivencias, incluso el vivaracho Jack presentará mínimos signos psicoanáliticos. Claro que, en su festivo ser, qué mejor manera de paliar los malos rollos introspectivos que con nuevas canas al aire.
El acertado reparto cuenta con un Paul Giamatti (Miles) en estado de gracia, una espléndida —y rescatada para el buen cine— Virginia Madsen (Maya) y dos rostros casi desconocidos pero que rayan a una altura más que notable: Thomas Haden Church (Jack) y Sandra Oh (Stephanie). Las dos chicas pondrán un punto de sensatez y cordura frente a la inmadurez exhibida por estos dos compadres en plena crisis de los 40.
Una vez más, Alexander Payne demuestra con este guión sus sobradas capacidades para aunar con naturalidad comedia y drama. Los gags están sazonados con equilibrio, sin caer en la tentadora concatenación de chistes y sin romper el tono general de la historia. Payne saber extraer la comicidad a momentos dramáticos con inverosímil maestría. Aunque su veta humorística, mucha veces cosida al humor más negro (como se pudo ver en About Schmidt o Election), no escolla una convincente profundización sobre cuestiones muy universales. Igual, desde la península, hayamos contribuido en algo a la vitriólica visión de Payne, a quien quizá se le pegó algo de la guasa patria en su etapa universitaria por Salamanca. ¿Quién sabe?