Escribo a destiempo esta crítica sobre una película cuya exhibición en las salas posiblemente haya ya concluido, a excepción de en las grandes capitales. Es minimalista, como casi todo los trabajos previos de Isabel Coixet, pero de nuevo esconde tras de sí una historia bella, extraña y romántica a la par. Por eso no quería dejar de reseñar La vida secreta de las palabras, otro gran filme escrito y dirigido por la directora catalana. No puedo describir mejor que ella misma el hilo argumental de la historia cuando explica en las notas de producción:
«Alguien dijo que desde el momento en que uno tiene vida interior, ya está llevando una doble vida. Las palabras, como manadas de peces, pululan en nuestra cabeza y se agolpan en las cuerdas vocales, pugnando por salir y por ser escuchadas por los demás. Y, a veces, se pierden en ese camino entre la cabeza y la garganta. Esta película trata de todas esas palabras perdidas, que durante mucho tiempo vagan en un limbo de silencio (y malentendidos y errores y pasado y dolor) y un día salen a borbotones y cuando empieza a salir ya nada puede pararlas».
Isabel Coixet
Así, la protagonista de la historia, Hanna, vive ajena a cualquier tipo de contacto social y va de su casa al trabajo como una sombra silente. La rutina laboral y su solitaria y metódica vida casera le sirven para no reabrir las cicatrices de un pasado doloroso. Refugiada en sus diálogos interiores y en esta balsámica fórmula, su vida parece transcurrir triste pero ajena a cualquier ruido exterior. Pero, de manera inesperada, comenzará a girar a partir de unas vacaciones impuestas por su jefe a la vista de su inmaculado expediente laboral, carente de toda baja o día alguno de libranza.
Este mes sin rutina lo decide invertir trabajando como enfermera en una planta petrolífera. En ese amasijo de hierros azotado por tremendas olas en plena alta mar, donde sólo trabajan hombres, ella empleará su formación previa en labores de enfermería para atender a un herido tras un accidente que tiene a la planta paralizada.
El terrible suceso le costó la vida a un operario y dejó postrado en la cama a otro aquejado de graves quemaduras y lesiones. Tras esta presentación de los personajes, Coixet elabora una bella historia sobre la soledad y las diferentes formas de encararla, sobre la complicidad que surge entre dos personas unidas en sus dudas y temores, sobre el uso del silencio y el retraimiento para guarecerse del sufrimiento pasado y, ante todo, sobre el esperanzador poder del amor para derribar los muros alzados en una vida de calculada asepsia sentimental.
El estilo del filme está impreso de la ya identificable huella de Coixet, pues ella misma es la camarógrafa de todos sus filmes. Pero son sus diálogos y las múltiples interpretaciones e identificaciones de sus relatos los que confieren a las películas de la catalana unos rasgos tan personales como empatizantes.
Sarah Polley (Hanna), una actriz siempre misteriosa, encabeza un reparto primorosamente elegido, como suele ser habitual en Coixet, y está secundada por excelentes intérpretes cuyo trabajo destila un rotundo compromiso con la historia. Un Tim Robbins desfigurado convence en su papel de Josef, el operario de la planta pretolífera atendido por Hanna. También destaca un gran Javier Cámara, quien aporta el contrapunto vitalista de Simón, el cocinero, en la convivencia dentro de la planta. Y Julie Christe, como secundaria de lujo, aúna la parquedad y tristeza de Inge, la madre danesa de Hanna.
